Pero en ese entonces habitaba las altas cumbres de la cordillera, era muy joven, y la verdad no deseaba alejarse por mucho tiempo de los paisajes azules, del helado viento, del silencio. Y la ciudad estaba tan lejos, y se adivinaba tan gris…
Pasaron los años, y poco a poco se fue olvidando de su promesa.
Pero una mañana de Enero,en un vuelo de rutina sobre el valle de los Frailejones, divisó un objeto dorado brillar en el fondo de un pequeño arroyo.
Con curiosidad descendió y descubrió que se trataba de un botón de oro, de esos que lucían en sus uniformes los soldados que tantas veces había visto marchar por los páramos.
Y en el pequeño objeto reconoció con claridad su imagen, grabada en altorelieve en el escudo de armas de la nación.
Entonces recordó su promesa. No solo lo habían declarado Ave emblemática, también lo habían honrado como figura central del máximo símbolo del país.
Sin dudarlo un instante, el Cóndor extendió, como en el escudo, sus enormes alas negras y alzó vuelo.
Aprovechando las masas de aire cálido pudo remontar con facilidad las altas cumbres . Desde allí, gracias a la transparencia del aire de los Andes, a lo lejos divisó su objetivo: la gran ciudad.
Voló todo el día y toda la noche. A la mañana siguiente ya se encontraba en medio de los edificios y las multitudes.
No fue difícil encontrar el Palacio de Gobierno. Al fin y al cabo era, después de la Catedral, la edificación mas alta y ostentosa de la ciudad.
Con entusiasmo ingresó por una pequeña ventana y llegó al salón elíptico, donde se encontraban reunidos en sesión plenaria los Honorables.
Se posó en medio del salón, sobre una hermosa alfombra roja, y con los ojos llenos de lágrimas quiso empezar su discurso de agradecimiento.
Lo último que escuchó, antes de sentir mil cristales helados volar de su cabeza, fue la voz del Presidente de los Honorables que gritaba:
“Maten ese gallinazo”